En el mundo de la inversión tecnológica se repite un mantra desde hace décadas: el capital de riesgo funciona porque se apuesta en muchas ideas pequeñas con la esperanza de que una se convierta en un éxito monumental. La lógica siempre ha sido diversificar y esperar a que, entre diez apuestas, una se vuelva un “diez veces mayor” que compense las pérdidas de las otras.
Esa regla no escrita garantizó que el fracaso fuera parte del negocio sin poner en riesgo el sistema completo. Sin embargo, la carrera actual por la inteligencia artificial (IA) ha roto esa disciplina.
Se ha dejado de invertir ampliamente en múltiples soluciones para concentrarse en una promesa única que ni siquiera tiene fecha de llegada ni garantías de factibilidad. El periodista financiero James Mackintosh advierte desde The Wall Street Journal que la lógica de inversión detrás de la IA se ha distorsionado.
En lugar de distribuir capital entre múltiples proyectos con distintos niveles de riesgo —como lo dicta el manual básico del capital de riesgo—, los inversionistas han decidido colocar cantidades extraordinarias de dinero en pocas empresas que persiguen un objetivo todavía hipotético: la llamada inteligencia artificial general (AGI), es decir, un sistema capaz de razonar como un humano o incluso superarlo.
Esa es la ilusión más grande que ha tenido la industria tecnológica desde la burbuja puntocom del año 2000, pero con una diferencia sustancial: el volumen de dinero involucrado hoy es mucho mayor y los efectos colaterales podrían extenderse mucho más allá del sector tecnológico.
La promesa de la superinteligencia como motor de especulación
La idea de que una máquina consciente y capaz de tomar decisiones superiores a las humanas transformará por completo la economía global se ha convertido en un argumento financiero más que científico. No se trata ya de evaluar si la tecnología es viable o si la sociedad está preparada, sino de justificar inversiones crecientes sin medir consecuencias.
El razonamiento implícito parece ser el siguiente: si existe aunque sea una pequeña posibilidad de crear una mente artificial que controle empresas, diseñe productos, gestione gobiernos y produzca riqueza sin límites, entonces vale la pena invertir sumas gigantescas hoy.
Esa lógica, aunque seductora, ignora un dato fundamental: muchas predicciones similares han fracasado antes. En 1970, uno de los pioneros de la IA aseguró que en menos de una década existirían sistemas tan inteligentes como un adulto humano. Más de cincuenta años después, seguimos interactuando con chatbots que se equivocan al responder preguntas básicas o inventan datos con total seguridad.
Cada oleada de entusiasmo por la IA ha terminado en un “invierno”: una etapa de desilusión en la que la inversión se congela y los avances se estancan. La pregunta no es si puede volver a ocurrir, sino cuán costoso será el próximo invierno si llega en plena euforia.
El problema del tiempo y el costo tecnológico
Uno de los argumentos más contundentes que expone el análisis de Mackintosh es que incluso si la AGI fuera posible, podría tardar mucho más tiempo del que los inversionistas están dispuestos a esperar. Los chips especializados que hoy se compran para entrenar modelos de IA quedarán obsoletos en cuatro o cinco años.
Es decir, las inversiones que hoy se presentan como estratégicas tienen una vida útil extremadamente corta. Si los avances tecnológicos no se monetizan a tiempo, el capital simplemente se habrá destruido.
Esta urgencia por generar ingresos rápidos obliga a muchas empresas a comercializar productos incompletos o sobrevaluados. Herramientas de edición automática de video, asistentes virtuales que contestan correos o sistemas de búsqueda conversacional son útiles, sí, pero están lejos de justificar valuaciones de cientos de miles de millones de dólares.
Vender soluciones intermedias con la etiqueta de “revolución inminente” se ha vuelto un mecanismo para financiar la promesa final, aunque esa promesa nunca llegue.
Valuaciones fuera de proporción con la realidad
Las cifras hablan por sí solas. Una empresa líder en IA fue valuada recientemente en más de 500 mil millones de dólares. Sus ingresos estimados para este año rondan los 13 mil millones. Esa proporción entre ventas y valor de mercado es similar a las empresas emblemáticas de la burbuja tecnológica del 2000.
La diferencia es que ahora la infraestructura que se está construyendo no es solo digital, sino física: centros de datos que consumen tanta energía como pequeñas ciudades, chips cuyo precio se ha multiplicado varias veces y contratos masivos con proveedores de electricidad y transporte.
Incluso si las herramientas actuales de IA funcionan —y muchas lo hacen bien—, el precio que se está pagando por participar en esta tendencia probablemente esté muy por encima de su valor real. Y cuando una tecnología funciona, pero no lo suficiente para justificar su costo, los inversionistas suelen ser implacables.
Elegir ganadores en un mercado impredecible
Otro de los riesgos centrales señalados es que, aunque la IA logre resultados extraordinarios, los inversionistas actuales podrían no ser quienes se beneficien de ellos. La historia tecnológica está llena de ejemplos en los que los pioneros no fueron los vencedores. Netscape y Microsoft creían dominar el acceso a internet antes de que Google apareciera con un navegador mejor.
BlackBerry y Nokia lideraban la telefonía móvil antes de que Apple los dejara atrás. Hoy ocurre algo similar: todas las grandes tecnológicas y decenas de startups en China, Europa y Estados Unidos están compitiendo para liderar la IA. Invertir en todas sería ideal, pero eso no es posible. Apostar por una sola es, en esencia, un acto de fe.
Además, hay señales de que el supuesto mercado exclusivo de la IA podría fragmentarse. Investigadores en países como China han desarrollado modelos que pueden funcionar con chips mucho más baratos y eficientes. Si la IA se vuelve más fácil de entrenar, quienes han invertido en hardware de altísimo costo podrían quedarse atrás en cuestión de meses.
El riesgo no es solo tecnológico, sino económico: ganar la carrera no depende necesariamente de ser el más poderoso, sino el más eficiente.
La inteligencia artificial como competidora de la economía real
El análisis del periodista de The Wall Street Journal plantea un último riesgo que pocas veces se discute: la expansión acelerada del sector de IA no solo afecta a los inversionistas involucrados, sino a toda la economía. La construcción masiva de centros de datos requiere materiales, electricidad, ingenieros, generadores de respaldo, transportes y espacios físicos.
Todos esos recursos deben salir de algún lado. Si el sistema eléctrico de un país tiene capacidad limitada —como ocurre en México—, apoyar incondicionalmente esta expansión implica desplazar o encarecer otras industrias. Los gobiernos que piensan en digitalizar trámites con IA deberían preguntarse primero si sus ciudades podrán soportar el consumo energético que conlleva.
Un sector puede crecer tanto que termine asfixiando a los demás. Ya ocurrió en la crisis inmobiliaria de 2008, cuando el crédito hipotecario absorbió recursos que debieron destinarse a actividades productivas. La historia demuestra que una economía desequilibrada, incluso cuando crece, es inherentemente frágil.
Innovación sí, pero sin ingenuidad
Nada de esto implica que la IA sea una estafa o una moda pasajera. Las herramientas actuales ya mejoran gobiernos, empresas y sistemas de salud. Pero hay una gran diferencia entre adoptar tecnología útil y convertirla en un dogma incuestionable. Creer que la IA resolverá todos los problemas no es visión, es pereza intelectual. Confundir avance con inevitabilidad es lo que ha llevado a sociedades enteras a cometer errores costosos.
El progreso no depende de quién promete más, sino de quién cumple mejor. Y cumplir mejor no significa construir máquinas omnipotentes, sino resolver problemas concretos con eficiencia real.
Si México quiere participar inteligentemente en esta transformación, debe priorizar la IA que ahorre trámites, reduzca corrupción, mejore diagnósticos o agilice procesos educativos, no la que presume de conciencia artificial mientras consume la mitad de la electricidad de un estado.
Conclusión: la revolución tecnológica necesita contención responsable
La IA puede ser una herramienta extraordinaria, pero también puede convertirse en una burbuja peligrosa si no se le aplica la misma disciplina que exigimos a cualquier otro sector económico. No se trata de frenar la innovación, sino de evitar que la especulación la devore. La historia reciente demuestra que las peores crisis no empiezan cuando la tecnología falla, sino cuando la ilusión supera al juicio.
En el mundo financiero apostar todo a un solo resultado es señal de imprudencia, no de convicción. Hoy, la carrera por la IA está más cerca de una apuesta masiva que de una estrategia calculada. Y si algo ha demostrado la economía moderna es que las revoluciones más sólidas no se construyen sobre promesas, sino sobre pruebas.
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Por Emilio Carrillo Peñafiel, socio de Pérez Correa-González, abogado especializado en temas de financiamiento, tecnología y fusiones y adquisiciones.
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