LA NADA Y UNO

Silicon Valley: Una cuna para los bebés modificados genéticamente

La tentación de elegir al “mejor hijo posible” no es nueva, pero la diferencia es que ahora el algoritmo parece ofrecer una decisión científica.

¿La búsqueda de los humanos perfectos conlleva un riesgo genético? Créditos: Especial
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En el corazón de San Francisco, una startup llamada Preventive —financiada por Sam Altman, director ejecutivo de OpenAI, y Brian Armstrong, fundador de Coinbase— está intentando algo que ningún laboratorio occidental se ha atrevido a hacer: crear el primer bebé genéticamente modificado.

El proyecto, descrito por Emily Glazer, Katherine Long y Amy Dockser Marcus en su artículo publicado recientemente en The Wall Street Journal como “el nacimiento de un bebé diseñado en laboratorio”, busca editar genéticamente a embriones humanos para eliminar enfermedades hereditarias, pero también —según algunos de sus promotores— para aumentar la inteligencia, la resistencia física o la apariencia.

El problema: la práctica está prohibida en Estados Unidos y en la mayoría de los países por razones éticas y científicas. La empresa Preventive ha explorado jurisdicciones más permisivas, como los Emiratos Árabes Unidos, para realizar experimentos donde la edición genética de embriones no esté penada. Así, Silicon Valley vuelve a su zona de confort: moverse más rápido que la regulación, alegando que el progreso no puede esperar a los burócratas.

De la cura a la mejora: la borrosa frontera moral

Los promotores del proyecto defienden que su objetivo es evitar enfermedades devastadoras. Armstrong, el fundador de Coinbase, ha sostenido que la tecnología permitiría obtener “niños menos propensos a enfermedades cardíacas, con huesos más fuertes y menores niveles de colesterol”. Pero detrás de ese argumento médico se perfila otro más inquietante: el de la optimización humana.

Varias startups respaldadas por magnates tecnológicos, entre las que se incluyen Orchid, Nucleus Genomics y Herasight, ya ofrecen pruebas genéticas para seleccionar embriones según sus “probabilidades” de desarrollar ciertas enfermedades… o de alcanzar cierto coeficiente intelectual. Los padres pueden revisar gráficas en línea que les indican cuál de sus embriones tiene “mayor probabilidad” de ser más inteligente o más alto.

La tentación de elegir al “mejor hijo posible” no es nueva, pero la diferencia es que ahora el algoritmo parece ofrecer la ilusión de una decisión científica. El genetista Fyodor Urnov, de la Universidad de California en Berkeley, citado por Glazer, Long y Dockser Marcus, lo resume con dureza: “No están trabajando en enfermedades genéticas. Están trabajando en bebés mejorados”.

La nueva eugenesia corporativa

En los años treinta del siglo XX, la palabra “eugenesia” evocaba al Estado autoritario que decidía quién podría reproducirse. Hoy, el impulso viene de otro poder: el corporativo. Empresas de biotecnología, financiadas por capital de riesgo, venden la promesa de una descendencia libre de defectos.

El genetista Eric Turkheimer lo ha llamado con precisión “eugenesia corporativa” de acuerdo con Glazer, Long y Dockser Marcus. No se trata de coerción, sino de consumo: un mercado en el que los padres adinerados pueden comprar probabilidades de perfección.

Los algoritmos que ofrecen Orchid o Nucleus Genomics no están regulados por la FDA (Food and Drug Administration) y carecen de validación científica concluyente. Sin embargo, ya se comercializan como “servicios de salud preventiva”. En el fondo, lo que se está configurando es un nuevo tipo de desigualdad: la que separará a los hijos nacidos de un algoritmo de selección genética de los que no lo fueron.

Como advierte el filósofo Jonathan Anomaly —vinculado a la startup Herasight—, “dentro de algunas generaciones habrá una diferencia perceptible entre los genéticamente mejorados y los no mejorados”. Su comentario, citado por Glazer, Long y Dockser Marcus, más que a advertencia suena a profecía.

Del laboratorio al lujo: el negocio de la reproducción 2.0

El mercado de la fertilidad in vitro ya mueve más de 3,500 millones de dólares anuales en Estados Unidos y podría superar los 5,000 millones en 2028. En ese contexto, la genética aplicada a la reproducción promete ser el siguiente gran negocio.

Los precios lo confirman: Herasight cobra 50 mil dólares por analizar hasta 100 embriones, y Nucleus Genomics ofrece su “paquete de optimización genética” por casi 10 mil dólares. Algunos de sus clientes son los mismos multimillonarios que invierten en las mismas empresas: Peter Thiel, Alexis Ohanian o Vitalik Buterin.

En una escena descrita por el artículo The Wall Street Journal al que me he referido, un salón en Manhattan reunió a 60 invitados para hablar del futuro de los “bebés diseñados”, bajo la consigna de acudir vestidos de manera “sexy, hip, original, elegante”. Es la estetización del poder biotecnológico: convertir una discusión ética sobre el futuro de la humanidad en un coctel de moda.

El espejismo del control total

El atractivo de estas tecnologías no es solo médico, sino psicológico. Como observó la doctora Marcelle Cedars, jefa de fertilidad en la Universidad de California y citada por Glazer, Long y Dockser Marcus, “los tecnólogos controlan todo en su vida, así que piensan: ¿por qué no controlar también cómo será mi hijo?”. Pero la biología no es código; no se deja programar sin que ello tenga consecuencias.

La ciencia aún no comprende completamente la interacción entre genes y entorno. Modificar un fragmento del ADN puede producir efectos inesperados que se transmitirán a las siguientes generaciones. De acuerdo con Glazer, Long y Dockser Marcus el bioeticista Hank Greely, de Stanford, recordó que “los adultos responsables saben que no podemos hacerlo ahora, porque es peligrosamente inseguro”.

El precedente chino de 2018 —cuando el investigador He Jiankui produjo tres bebés genéticamente modificados y terminó en prisión— demostró que el costo social y ético de jugar con la herencia humana es altísimo. Pero Silicon Valley parece convencido de que esta vez será diferente, porque el capital privado sabrá hacerlo “mejor”.

Entre la filantropía y la “hybris”

La empresa biotecnológica Preventive fue creada como una “public-benefit corporation”, lo que le permite alegar que su fin no es solo el lucro sino el “beneficio social”: avanzar en la ciencia de la edición genética “para bien de la humanidad”. Pero detrás de ese lenguaje idealista hay una convicción típica del Valle del Silicón: la de que los emprendedores tecnológicos son los mejores guardianes del futuro moral de nuestra especie.

Altman y Armstrong no son los primeros en creer que la frontera entre ciencia y ética puede resolverse con transparencia y buena voluntad. Sin embargo, el dilema no es solo técnico, sino político: ¿quién decide qué significa “mejorar” a un ser humano? ¿Una asamblea de inversionistas? ¿Un algoritmo de selección genética? ¿O la sociedad en su conjunto?

La historia de la biotecnología muestra que la filantropía suele caminar de la mano con la “hybris”: ese exceso de confianza que lleva a los innovadores a pensar que pueden rediseñar la naturaleza sin ninguna consecuencia.

El laboratorio del futuro (y sus fantasmas)

En el horizonte más cercano, la combinación de edición genética y selección poligénica apunta a un nuevo modelo de fertilidad: clínicas que no solo curan la infertilidad, sino que “diseñan” a la descendencia. Armstrong lo llamó en redes “la clínica de fertilidad del futuro”, impulsada por “tecnologías estilo Gattaca”, en referencia a la película distópica de 1997.

Esa metáfora no es casual: Gattaca retrata un mundo donde la genética determina el destino social. Lo inquietante no es que Armstrong la mencione, sino que lo haga con entusiasmo. La frontera entre la ciencia ficción y el capital de riesgo se está desdibujando.

Si el dinero y el código reemplazan a la deliberación pública, podríamos entrar en una era de “evolución acelerada”, como la llama Kian Sadeghi, fundador de Nucleus Genomics y citado en el artículo de The Wall Street Journal en el que me he basado. Pero acelerar la evolución implica, en última instancia, decidir quién queda atrás.

La gran pregunta pendiente

Emily Glazer, Katherine Long y Amy Dockser Marcus concluyen su investigación con una observación importante: incluso entre los propios científicos, la expectativa es de cautela. Jennifer Doudna, pionera del CRISPR (un método de edición genética utilizado para realizar cambios muy precisos al ADN), dijo que el conjunto de especialistas “estará observando” si la ciencia realmente justifica avanzar hacia la edición de embriones.

Esa frase —“ el conjunto de especialistas estará observando”— revela el desconcierto ético del momento. Porque mientras la comunidad científica pide cautela, los magnates tecnológicos actúan como si la humanidad fuera una startup en versión beta (es decir, de “prueba”).

Tal vez el dilema no sea si podremos crear bebés genéticamente perfectos, sino si sabremos detenernos antes de que la búsqueda de la perfección nos deshumanice.

Epílogo: el mito del control biológico

Cada generación ha tenido su propia versión del mito de Prometeo: la tentación de robarle a la naturaleza el fuego de la creación. Hoy, ese fuego se llama CRISPR. El sueño de un hijo “a la medida” podría ser, en el fondo, el sueño de eliminar el azar de la existencia. Pero el azar —con sus riesgos, sus diferencias y sus sorpresas— es precisamente lo que nos hace humanos.

Cuando la biología se convierte en un producto de lujo, y la reproducción en una hoja de cálculo, el progreso deja de ser emancipación y se convierte en selección. Silicon Valley, que nació prometiendo libertad, podría terminar diseñando el más sofisticado de los determinismos: el genético.

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Por Emilio Carrillo Peñafiel, socio de Pérez Correa-González, abogado especializado en temas de financiamiento, tecnología y fusiones y adquisiciones.

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